Hace unos días terminé La Tarima Vacía, de Javier Orrico, libro por el cual le doy la enhorabuena. Como ya le dije a él mismo, lo encargué a través de librería, espero con ello haber abierto una brecha en Toledo para este ensayo, como hice en su día con “La Enseñanza Destruida”, y con “Zetapaña, naciones para todos”.
Estoy de acuerdo con todo lo que dice en él, y haré una discreta labor de propaganda, aunque sólo sea en recuerdo de cómo nos hemos gastado en esta pelea contra la estulticia educativa durante bastantes años ya. Él y yo, y unos cuantos más, no demasiados. Sin que esta reseña informal pretenda ser el guión de un western crepuscular, no soy nada optimista sobre que el sistema (s) educativo español tenga remedio. Javier Orrico hizo uno de los primeros COUs de España, y yo uno de los últimos (precisamente el de 1989-1990), también en una universidad laboral.
Mirándolo en retrospectiva, ahora me doy cuenta de que ya en la década de 1980 estaba plantada y bien plantada la semilla del engendro monstruoso que ha germinado a partir de la promulgación de la LOGSE. Esa semilla ya iba, creo, en la Ley Villar-Palasí, y cada vez estoy más convencido de que si gozamos de aquellos añorados BUP y COU (él como profesor y yo como alumno) fue gracias a la inercia de una sociedad aún cohesionada que seguía aplicando los procederes del antiguo Bachillerato. No es que esté haciendo apología del franquismo, porque en realidad era el Bachillerato histórico implantado en España desde mediados del s. XIX, a través de diversas vicisitudes políticas y varios regímenes, incluida la II República, pero esencialmente el mismo con leves cambios.
Yo me salvé por eso, también por la inquietud mía y por los libros que había en la casa familiar; y por las películas del Oeste en Primera Sesión los sábados, también. Por los romances del Cid que me leía mi padre, que me dieron cierto sentido de la épica desde los cuatro años. No obstante, aunque entonces como niño y adolescente no me daba cuenta, ahora recuerdo que ya en aquellos años los “renovadores pedagógicos” estaban saltando de sus cubiles a la conquista de todas las posiciones. En el Colegio Público Dulcinea, de Alcalá de Henares, siempre prevaleció el buen sentido: me acuerdo de que cuando, en 5º de EGB, la LODE implantó los Progresa Adecuadamente y los Necesita Mejorar en lugar de las notas de toda la vida, don Santiago nos reunió a todos los alumnos y nos dijo algo así:
Esto manda la ley, y la cumpliremos, pero sabed lo siguiente:
Un PA con tres cruces es un Sobresaliente; uno con dos, un Notable; uno con una, un Bien; y uno sin ninguna, un Suficiente. NM sin signos, Insuficiente a secas; con ellos, un Muy Deficiente.
Pero aquellos maestros, según me enteré más tarde, ya tenían fama de rancios entre los izquierdistas del barrio. Y cuando pasé al instituto, al lado de excelentes profesores, también había ya (entre 1986 y 1990) tipos inquietantes, entre ellos alguna que enseñaba la Historia de España de 3º de BUP en función de conceptos marxistas, que transformaban esa disciplina tan bonita en un galimatías; y que en una ocasión me dijo que nunca llegaría a nada en la vida, porque yo le sugerí que a ese nivel ya no deberíamos dibujar mapas coloreados con las provincias de España. Lo que ella pretendía, y lo que yo ya hacía de sobra en la primera etapa de la EGB. Por otro lado, también había otros que insuflaban pasión por lo que enseñaban. El primer día de la clase de Latín, Jesús Cerezo, nada más llegar nos puso a dibujar un mapa del Mediterráneo, y luego nos dijo que íbamos a empezar a estudiar el idioma que se hablaba en aquel imperio que cubrió todas sus riberas. Y que todavía hablábamos latín cada vez que abríamos la boca. Mi imaginación desbordada no necesitó mucho más para poder oír a través de las hojas de aquel cuaderno el paso cadencioso de las legiones, y hasta para ver la piel del león sobre el casco del aquilifer.
Lo que quiero decir con todas estas parrafadas es que, teniendo Orrico más razón que un santo en lo que ha expuesto en sus libros (y más o menos lo que ha dicho Moreno Castillo en “El panfleto Antipedagógico” y otros textos), si sucediese el improbable casual de que nuestros gobernantes entraran súbitamente en razón, o se les apareciera la Virgen una tarde, y aplicaran estas dos condiciones:
Derogación de todo lo legislado a partir de 1990 y entrada en vigor de la Ley de1970.
Consultar a los profesores previamente a cualquier norma que vaya a afectar al ámbito educativo.
Pues algo mejoraría, qué duda cabe, pero no creo que volviéramos a lo que ambos conocimos en el BUP, uno como profesor y otro como alumno. Yo pienso que la destrucción de la enseñanza es uno más de los campos en los que se lleva años fraguando la demolición programada y sistemática de España como nación. Tenemos el sistema educativo que corresponde a una nación que ha emprendido un suicidio a cámara lenta pero que le llevará a sucumbir a no ser que suceda algo que lo remedie. Y algo drástico y sin paños calientes debería ser. Javier es demasiado optimista cuando afirma que esto puede tener solución desde premisas ilustradas o liberales; ni siquiera el liberalismo cuajó nunca en España, a pesar de que nosotros inventamos la palabra. Es más, en una época que va desde 1808 a 1876, se perpetraron una serie de desaguisados de muy difícil justificación, y en nombre de la libertad y de la ilustración nada menos, que fueron los que empujaron a mucha gente del campo al Carlismo, gentes que en otras circunstancias nunca se habrían echado al monte para defender a unos pretendientes igualmente borbónicos y de los que poca noticia habían tenido hasta la fecha. En mi pueblo, y en los de alrededor, lo que habían sido tierras comunales desde la Reconquista, o grandes fincas pertenecientes a la Catedral de Toledo o a órdenes religiosas, las cuales concedían con mucha largueza derechos de aparcería, pasto, leña, o espárragos, salieron a subasta y fueron adquiridas por particulares que ya fueron mucho menos benignos con los campesinos pobres de los alrededores. Aquellos odios fueron acumulándose y estallaron violentamente durante la II República y, sobre todo, en el terrible verano de 1936. Por eso, a mí cuando me hablan del liberalismo, de su aplicación en España, me da cierto repelús.
A pesar de esta ligera crítica, animo a Javier Orrico a que siga escribiendo sobre estos temas, he leído el libro con placer, estas tardes frías mientras echaba leños de encina a la lumbre, pero soy muy escéptico de que ni siquiera España tenga alguna solución que no sea arrancar de raíz los males que han anidado entre nosotros. La Historia nunca se repite, pero nos da valiosas lecciones, una de las cuales es que las naciones que renuncian a defenderse acaban sucumbiendo. Y defenderse es poner coto al secesionismo. ¿Podríamos imaginar a Lincoln buscando una foto con Jefferson Davis en los últimos meses de 1860? En fin, que si esta huida hacia delante continúa, tengo la esperanza de que en la España olvidada (y despoblada), como pueden ser las tierras del interior de Murcia, de Orrico, o mis Montes de Toledo, a muchos no nos va a quedar otra que echarnos al monte otra vez. Y, a fe mía que temo todo eso. En La Tarima Vacía se menciona el hastío vital en que han caído muchos españoles desde la Guerra de la Independencia en adelante. Quizá ya esté en él, pero no me voy a ir al extranjero. Ya anduve por allí, y volví. En cierto modo soy un exiliado interior, ya que vivo en un pueblo de 200 habitantes (cuyos primeros pobladores, por cierto, fueron los antepasados de mi abuela paterna), y aquí me quedaré aunque sea para defenderlo de lo que vendrá.
Y sobre los profesores… Orrico ha tratado con muchos, y yo también. Ambos estuvimos en “Deseducativos”, grupo que también se menciona en este libro. Y este gremio también es el que se merece un país en caída libre. Lo conozco bien porque yo también soy profesor. Si a alguien he ofendido, le pido disculpas. Si no le es suficiente, y es caballero, que me mande sus padrinos. Y si no lo es, que me espere con una estaca en una revuelta de un camino.